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Aquella canción


Photo by Aleksey Malinovski on Unsplash
 Había estado casi todo el día tratando de quitarse de encima aquella canción, la que escuchó sin querer colándose a través de su ventana esa mañana, mientras su cuerpo era arrancado de la cama por los alaridos de la alarma sobre la mesa de luz. Cuando salía de la ducha y el aroma a café recién hecho se mezclaba con el vapor del agua, comenzó los primeros tarareos, ensayando una voz gangosa y desafinada que terminaba rebotando contra los azulejos del baño y volviendo fortalecida hasta sus oídos. El desayuno, como era costumbre, transcurrió en completo silencio, apenas el ruido de la cuchara golpeando la loza negra de la taza se animaba a imponerse brevemente; o el sonido interno de su garganta que moviéndose para dar paso al café hirviendo intentaba nacer, pero moría al instante.


 Cuando buscaba las llaves de la puerta, ya vestida con su ropa habitual: camisa blanca, pantalón azul y zapatos negros, lista para salir y enfrentar las horas de trabajo que el día tenía preparadas para ella; volvió a entonar aquel estribillo, ahora mezclando la letra con frases para ayudarse a encontrar el manojo de llaves perdidas en su propia casa, frases que sorprendentemente caminaban en armonía con la métrica original de la canción. Apenas encontró las llaves salió apresurada a caminar las cuatro cuadras que la separaban de la parada del ómnibus, tratando de incorporarse al día en la ciudad ya en movimiento, con filas de autos inquietos rellenando las calles que empezaban a ser alcanzadas por los primeros rayos del sol colándose entre los edificios. Estiró el brazo izquierdo y el reloj negro, de malla angosta y con el vidrio circular reflejando el cielo, asomó al retraerse la manga de la camisa con el movimiento. Estaba bien de tiempo, incluso le sobrarían algunos minutos de espera para contemplar a la ciudad con vida propia, sus colores nacientes bajo la luz, sus seres maquinales agolpándose en las esquinas detrás de la luz roja del semáforo, sus ruedas gastándose sobre el asfalto gris, sus pájaros extraviados, huérfanos de árboles. Justo a tiempo el vehículo frenó con violencia frente a su cuerpo de pie casi al borde de la calle. Momentos después ya viajaba con la camisa rozando el respaldo del asiento, y la mirada perdida intentando divisar las imágenes de la vereda que se iban perdiendo a sus espaldas, al otro lado del vidrio. La rutina del trabajo fue igual que siempre, todo parecía ser un calco de cualquier otro día pasado, igual de tedioso y repetitivo, con las mismas personas llegando a la oficina, los mismos problemas, pero en distinto personaje, las mismas soluciones escondidas en los cajones, las carpetas, o las planillas brillantes en la pantalla de su computadora. Los clientes parecían cargar con idénticas cuestiones, pero cambiando de cuerpo caprichosamente para no aburrirla, trayendo cada vez alguna cualidad particular, algún gesto novedoso, una frase, una mirada distinta. Pero ella había adquirido habilidad para darse cuenta de que eran los mismos, podría clasificar las personas que llegaban a su escritorio a lo largo de toda la semana, crear dos o tres categorías donde agruparlos según sus problemas y sus ignorancias, su falta de amabilidad, o su excesiva confianza. Las horas se esfumaron, apagando de a poco el sol que insistía en entrar por la ventana a su derecha, proyectando un rombo estirado sobre los papeles en el escritorio.


 El sol empezaba a bajar cuando estuvo por fin de vuelta en la vereda, respirando el aire por la nariz como si saliera de varios años de cautiverio. Volver a casa, dejar atrás la rutina de la oficina hasta dentro de dos días, pero entrar en otra rutina que en los últimos tiempos se había tornado peor: la quietud del fin de semana, las caminatas solitarias, los almuerzos y cenas con la TV de fondo, las largas noches de lectura hasta caer dormida en el sillón, los cafés al borde de la ventana. Todo lo que en otro momento había sido su más valioso tesoro, su vida perfecta conquistada a base de aislamiento, ahora le apretaba el pecho y le infundía un aburrimiento que últimamente acababa convertido en excesivas horas de sueño. Ya algo resignada, subió al ómnibus una vez más, uno distinto pero que bien podría ser el mismo de siempre, ahora repleto de rostros cansados, miradas perdidas y conversaciones apagadas bajo las luces interiores que comenzaban a competir con las últimas luces del día. Atravesó todo el pasillo buscando dónde sentarse, y consiguió un lugar doble que quedó libre apenas abordó, como si le estuviera reservado exclusivamente para ella, para que depositara en el respaldo las frustraciones y cargas del día. Tres paradas más adelante ya su cabeza había cedido a un costado, y viajaba apoyada contra el frío del vidrio que empezaba a empañarse. Fue ahí que la vio subir. Era imposible que aquella figura pasara desapercibida para su mirada cansada, su silueta pintaba muchos más colores que toda la escena a su alrededor, que el resto de los pasajeros que viajaban grises, balanceándose tenues bajo el resplandor de la noche naciente. Pero ella caminaba con aire despreocupado, como si se hubiese desprendido de un universo paralelo, un mundo lejano donde las personas vivían sus vidas en base a sus deseos, sin límites, sin tiempo. Atravesó el pasillo con la mano derecha en alto rozando el pasamanos para no caer con los movimientos imprevistos del vehículo. A medida que avanzaba (o retrocedía) su abrigo anaranjado iba iluminando y manchando todo a su paso, pegándose en la mirada de algunos pasajeros que salieron de su sueño un instante. Sobre el abrigo, el pelo azul caía liviano, como flotando sobre su cabeza, echándose hacia atrás por momentos para dejar ver los enormes auriculares que combinaban con la campera. Mientras arqueaba su cuerpo para sentarse junto a ella, mantuvieron contacto visual por unos segundos; enseguida sintió el peso de la mirada que la hizo voltear la vista hasta el frente y luego devolverla a la ventana como nerviosa. De a ratos desviaba sus ojos girando levemente la cabeza, para espiar el perfil de aquel rostro delicado, algo pálido a simple vista, pero que no ocultaba sus tenues resplandores. Observaba por el rabillo del ojo a la muchacha que viajaba con el hombro casi rozando el suyo, manteniendo una ligera sonrisa en su rostro, la mirada al frente pero muy lejos de allí; y algo en su corazón se aceleraba, empujando la sangre con más fuerza de la normal, elevándola hasta cubrir las mejillas y pintarlas de rosado.


 Estaba limpiando el vidrio con el revés de la mano, tratando de que la ciudad se revelara más nítida ante su mirada ahora luminosa, cuando a sus oídos llegó una tonada inconfundible. Por un momento su mano quedó suspendida contra el vidrio, absorbiendo las diminutas gotas de agua fría, mientras el resto de su cuerpo trataba de adivinar si lo que escuchaba era real o simplemente su memoria una vez más. Volvió en sí, para comprobar que era cierto, allí a unos centímetros de su cara, saliendo de los auriculares de la joven sentada a su derecha, peleando con los ruidos sordos de la ciudad y las vibraciones del motor, estaba sonando aquella canción. Las mismas notas que la habían sorprendido al salir de la cama por la mañana, los versos que contempló saliendo inconscientes de sus labios a lo largo del día, aquella melodía que ahora trataba de seguir en su mente. Sin quererlo los dedos de su mano izquierda comenzaron a marcar el ritmo golpeando sobre el muslo. Su corazón se había sobresaltado aún más con esa irreal sincronía, que sin quererlo alcanzó para cambiar por completo el color de su día. Todo el peso de las horas pasadas y del fin de semana por venir, se iba desvaneciendo a medida que la canción avanzaba y su cuerpo la interiorizaba. Sentía que el Universo había tramado toda esa escena para intentar decirle algo, aunque no sabía qué. Todo parecía estar preparado desde la mañana cuando escuchó por primera vez la canción, hasta ese preciso instante en que sentía conexión, mientras observaba a la muchacha sentada junto a ella, que ahora la miraba directo a los ojos dejando escapar una sonrisa delicada y única. Le respondió amablemente, sorprendida, arqueando la boca y fallando en imitar los rasgos de aquella sonrisa nunca antes vista.


 Momentos después, se preparaba para caer en el estribillo y cantarlo a toda voz dentro de la cabeza, cuando percibió que la música se alejaba y comprendió viendo la espalda anaranjada de la joven alejarse bajando los escalones de la puerta trasera, que se marchaba. Depositaba su silueta en la vereda, llevándose consigo su canción, el azul y anaranjado que cambiaron su día, los restos pesados de la rutina y la soledad. Mientras la veía alejarse sintió que de alguna manera la volvería a ver, una cierta esperanza empezó a crecer en su interior. Quizás el día menos pensado volvería a encontrarla y escuchar aquella canción.

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