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Cuando buscaba las llaves
de la puerta, ya vestida con su ropa habitual: camisa blanca, pantalón azul y
zapatos negros, lista para salir y enfrentar las horas de trabajo que el día
tenía preparadas para ella; volvió a entonar aquel estribillo, ahora mezclando
la letra con frases para ayudarse a encontrar el manojo de llaves perdidas en
su propia casa, frases que sorprendentemente caminaban en armonía con la
métrica original de la canción. Apenas encontró las llaves salió apresurada a caminar
las cuatro cuadras que la separaban de la parada del ómnibus, tratando de
incorporarse al día en la ciudad ya en movimiento, con filas de autos inquietos
rellenando las calles que empezaban a ser alcanzadas por los primeros rayos del
sol colándose entre los edificios. Estiró el brazo izquierdo y el reloj negro,
de malla angosta y con el vidrio circular reflejando el cielo, asomó al
retraerse la manga de la camisa con el movimiento. Estaba bien de tiempo,
incluso le sobrarían algunos minutos de espera para contemplar a la ciudad con
vida propia, sus colores nacientes bajo la luz, sus seres maquinales
agolpándose en las esquinas detrás de la luz roja del semáforo, sus ruedas
gastándose sobre el asfalto gris, sus pájaros extraviados, huérfanos de
árboles. Justo a tiempo el vehículo frenó con violencia frente a su cuerpo de
pie casi al borde de la calle. Momentos después ya viajaba con la camisa
rozando el respaldo del asiento, y la mirada perdida intentando divisar las
imágenes de la vereda que se iban perdiendo a sus espaldas, al otro lado del
vidrio. La rutina del trabajo fue igual que siempre, todo parecía ser un calco
de cualquier otro día pasado, igual de tedioso y repetitivo, con las mismas
personas llegando a la oficina, los mismos problemas, pero en distinto
personaje, las mismas soluciones escondidas en los cajones, las carpetas, o las
planillas brillantes en la pantalla de su computadora. Los clientes parecían cargar
con idénticas cuestiones, pero cambiando de cuerpo caprichosamente para no
aburrirla, trayendo cada vez alguna cualidad particular, algún gesto novedoso,
una frase, una mirada distinta. Pero ella había adquirido habilidad para darse
cuenta de que eran los mismos, podría clasificar las personas que llegaban a su
escritorio a lo largo de toda la semana, crear dos o tres categorías donde
agruparlos según sus problemas y sus ignorancias, su falta de amabilidad, o su
excesiva confianza. Las horas se esfumaron, apagando de a poco el sol que
insistía en entrar por la ventana a su derecha, proyectando un rombo estirado
sobre los papeles en el escritorio.
El sol empezaba a bajar
cuando estuvo por fin de vuelta en la vereda, respirando el aire por la nariz
como si saliera de varios años de cautiverio. Volver a casa, dejar atrás la
rutina de la oficina hasta dentro de dos días, pero entrar en otra rutina que
en los últimos tiempos se había tornado peor: la quietud del fin de semana, las
caminatas solitarias, los almuerzos y cenas con la TV de fondo, las largas noches
de lectura hasta caer dormida en el sillón, los cafés al borde de la ventana.
Todo lo que en otro momento había sido su más valioso tesoro, su vida perfecta
conquistada a base de aislamiento, ahora le apretaba el pecho y le infundía un
aburrimiento que últimamente acababa convertido en excesivas horas de sueño. Ya
algo resignada, subió al ómnibus una vez más, uno distinto pero que bien podría
ser el mismo de siempre, ahora repleto de rostros cansados, miradas perdidas y
conversaciones apagadas bajo las luces interiores que comenzaban a competir con
las últimas luces del día. Atravesó todo el pasillo buscando dónde sentarse, y
consiguió un lugar doble que quedó libre apenas abordó, como si le estuviera reservado
exclusivamente para ella, para que depositara en el respaldo las frustraciones
y cargas del día. Tres paradas más adelante ya su cabeza había cedido a un
costado, y viajaba apoyada contra el frío del vidrio que empezaba a empañarse. Fue
ahí que la vio subir. Era imposible que aquella figura pasara desapercibida
para su mirada cansada, su silueta pintaba muchos más colores que toda la
escena a su alrededor, que el resto de los pasajeros que viajaban grises,
balanceándose tenues bajo el resplandor de la noche naciente. Pero ella
caminaba con aire despreocupado, como si se hubiese desprendido de un universo
paralelo, un mundo lejano donde las personas vivían sus vidas en base a sus
deseos, sin límites, sin tiempo. Atravesó el pasillo con la mano derecha en
alto rozando el pasamanos para no caer con los movimientos imprevistos del
vehículo. A medida que avanzaba (o retrocedía) su abrigo anaranjado iba
iluminando y manchando todo a su paso, pegándose en la mirada de algunos
pasajeros que salieron de su sueño un instante. Sobre el abrigo, el pelo azul
caía liviano, como flotando sobre su cabeza, echándose hacia atrás por momentos
para dejar ver los enormes auriculares que combinaban con la campera. Mientras
arqueaba su cuerpo para sentarse junto a ella, mantuvieron contacto visual por
unos segundos; enseguida sintió el peso de la mirada que la hizo voltear la
vista hasta el frente y luego devolverla a la ventana como nerviosa. De a ratos
desviaba sus ojos girando levemente la cabeza, para espiar el perfil de aquel
rostro delicado, algo pálido a simple vista, pero que no ocultaba sus tenues resplandores.
Observaba por el rabillo del ojo a la muchacha que viajaba con el hombro casi
rozando el suyo, manteniendo una ligera sonrisa en su rostro, la mirada al
frente pero muy lejos de allí; y algo en su corazón se aceleraba, empujando la
sangre con más fuerza de la normal, elevándola hasta cubrir las mejillas y pintarlas
de rosado.
Estaba limpiando el
vidrio con el revés de la mano, tratando de que la ciudad se revelara más
nítida ante su mirada ahora luminosa, cuando a sus oídos llegó una tonada
inconfundible. Por un momento su mano quedó suspendida contra el vidrio,
absorbiendo las diminutas gotas de agua fría, mientras el resto de su cuerpo
trataba de adivinar si lo que escuchaba era real o simplemente su memoria una
vez más. Volvió en sí, para comprobar que era cierto, allí a unos centímetros
de su cara, saliendo de los auriculares de la joven sentada a su derecha,
peleando con los ruidos sordos de la ciudad y las vibraciones del motor, estaba
sonando aquella canción. Las mismas notas que la habían sorprendido al salir de
la cama por la mañana, los versos que contempló saliendo inconscientes de sus
labios a lo largo del día, aquella melodía que ahora trataba de seguir en su
mente. Sin quererlo los dedos de su mano izquierda comenzaron a marcar el ritmo
golpeando sobre el muslo. Su corazón se había sobresaltado aún más con esa
irreal sincronía, que sin quererlo alcanzó para cambiar por completo el color
de su día. Todo el peso de las horas pasadas y del fin de semana por venir, se
iba desvaneciendo a medida que la canción avanzaba y su cuerpo la
interiorizaba. Sentía que el Universo había tramado toda esa escena para
intentar decirle algo, aunque no sabía qué. Todo parecía estar preparado desde
la mañana cuando escuchó por primera vez la canción, hasta ese preciso instante
en que sentía conexión, mientras observaba a la muchacha sentada junto a ella, que
ahora la miraba directo a los ojos dejando escapar una sonrisa delicada y
única. Le respondió amablemente, sorprendida, arqueando la boca y fallando en
imitar los rasgos de aquella sonrisa nunca antes vista.
Momentos después, se preparaba
para caer en el estribillo y cantarlo a toda voz dentro de la cabeza, cuando
percibió que la música se alejaba y comprendió viendo la espalda anaranjada de
la joven alejarse bajando los escalones de la puerta trasera, que se marchaba.
Depositaba su silueta en la vereda, llevándose consigo su canción, el azul y
anaranjado que cambiaron su día, los restos pesados de la rutina y la soledad.
Mientras la veía alejarse sintió que de alguna manera la volvería a ver, una
cierta esperanza empezó a crecer en su interior. Quizás el día menos pensado
volvería a encontrarla y escuchar aquella canción.
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