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Taxi


 Infinitos ruidos se mezclan en la noche y se acercan a golpear la ventanilla del auto. Transición en curso, cambié de medio, pero el viaje continúa. Luego de dos horas con los ojos entrecerrados y el sueño liviano tambaleándose al compás de los movimientos del ómnibus, al pisar las veredas sucias lo primero que me agredió fue el bullicio de luces por todas partes, saliendo de los autos, manchando las baldosas al bajar desde el alumbrado público, resaltando los insistentes carteles publicitarios. Después los sonidos de la ciudad alborotada, la gente corriendo y agolpándose, las bocinas furiosas empujando autos en la esquina, los gritos perdidos, las estrepitosas risas desconocidas. Todo ello casi logró arrancarme del todo de mi adormecimiento, hasta que logré subir al taxi. Apenas lo hice el cambio de ambiente fue claro, un olor a cuero gastado mezclado con aromatizante con olor a cítrico artificial me invadió. La diferencia de temperaturas se hizo notoria en los vidrios levemente empañados. Justo antes de lograr por fin acomodarme en el asiento, una llovizna fría comenzó a desprenderse del cielo, por si algo le faltaba a esta noche helada y solitaria. Al menos por ahora la lluvia no puede alcanzarme, solo deja su rastro de pequeñas gotas en el vidrio del vehículo. Después de indicar la dirección empujando la voz para que atraviese la mampara, me recuesto en el asiento con la cabeza apoyada de costado. Aún llevo restos de sueño, desearía estar durmiendo.


 Me pongo a mirar el espectáculo hipnótico de las gotas deslizándose en el cristal, y se me ocurre pensar que cada una de ellas carga con una versión diminuta de la ciudad. Si me quedo mirando con detenimiento, pueden verse allí las luces, los edificios amontonados, y las calles atestadas de vehículos. Si quisiera ir más allá en mi curiosidad podría percibir las inquietas personas caminando en los bordes de las gotas frías, mientras éstas bajan suavemente hasta perderse o ser destruidas más allá del límite de la ventanilla.


 El sonido de la radio me llega algo lejano, como apagado; algún partido de fútbol se está jugando no muy lejos de estas calles. Mis ojos recorren la suciedad en la mampara de vidrio que me separa del conductor, de quien solo conozco el rostro por el momento en que giró su cabeza para hablarme y verme acomodándome en el asiento. Ahora conduce callado y notoriamente fastidiado por los devenires del tránsito y las horas de trabajo que seguramente le pesan sobre los párpados. Mi cuerpo apretado en este espacio se torna incómodo, apenas puedo mover los pies, una utopía sería estirarlos. Por momentos temo por mi seguridad, sujeta a las maniobras imprudentes del taxista.


 Si por un instante olvidara que fui yo quien dictó la dirección precisa minutos atrás, podría jugar a preguntarme ¿a dónde me llevará este viaje por las calles vivas de la ciudad? Imaginar que soy un extraño en esta noche, recostado en el asiento trasero, descubriendo una ciudad que recién se materializa frente a mis ojos cuando elijo mirarla, pensar que alguien más decidió a qué lugar debo ir. ¿Bajo qué techo descansaré esta noche, cuando el auto se detenga y salte a la vereda con mi mochila y mi pesado bolso? Observo mi mochila, recostada al asiento junto a mi cuerpo. También juego a imaginar que no me pertenece, y trato de adivinar qué objetos hay escondidos allí dentro, cuáles son los elementos que usaré en los próximos días y ahora traigo protegidos tras la tela negra de la mochila. ¿Hacia dónde me estoy dirigiendo? ¿de qué me alejo? ¿a qué lugar desearía llegar?


 Adelante la ciudad se va abriendo paso, o en realidad soy yo quien se va abriendo paso a través de ella, esquivando las gotas, los transeúntes apurados mojándose, el resto de los vehículos compitiendo por un lugar en el asfalto. Ahora ya más cerca de llegar empiezo a pensar que todo este juego de pretender no saber a dónde voy nace de mi descontento con el verdadero destino. ¿Por qué iré entonces? Claramente los límites entre la obligación y el verdadero deseo están difusos. ¿Por qué seguiremos yendo a los lugares a donde no queremos ir? Todo esto nació de mi voluntad, pero desconozco el punto en que se tornó insoportable.


 Reconozco mi cuerpo extraño, cansado de estar quieto y aun así sintiendo que me moví varios kilómetros. El conductor apaga de un golpe la radio, ofuscado, y de pronto los ruidos de la ciudad empiezan a golpear los vidrios. Escucho el sonido de los neumáticos destruyendo los charcos en la calle, inundando las veredas al doblar las esquinas; también me llegan las bocinas y alguna canción lejana de fuente desconocida. Empiezo a caer adormecido una vez más, entregado por completo a los ruidos de la ciudad que se apoderaron del ambiente y me empujan al sueño. La voz rasposa del chofer me arranca de ese estado. Al incorporarme y responder veo delante de mí, algo difusa al otro lado del vidrio de la mampara y del parabrisas, la calle oscura donde se termina mi viaje por esta noche.


 Ahora a punto de bajarme, me sorprendo al pensar en todas las preguntas y reflexiones que me invadieron producto de ese juego tan trivial. De un momento a otro me hallé cuestionando cosas que llevaba cargando en mi mochila durante tanto tiempo, ideas que estaban ahí latentes y lo único que hacían era aumentar el peso de los días sobre mi espalda. Bajo un poco el vidrio para recibir algo del aire nocturno, y una brisa fresca con olor a lluvia, a basura de ciudad y a cambios me acaricia el pelo. De un salto me incorporo a la vereda húmeda, cargando mis pertenencias mientras me estiro para cerrar la puerta del taxi y lo veo alejarse calle abajo, salpicando las veredas de lluvia rojiza con sus luces traseras.


 De frente a la inmensa puerta de dos hojas me paro, recibiendo las gotas frías sobre el cuerpo mientras revuelvo la mano en el bolsillo izquierdo buscando las llaves. La luz de la entrada se enciende y así, apartado de la noche por el resplandor amarillento del foco, sonrío; porque después de tanto camino sé que este no fue un viaje más.

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