Para ejemplificar lo que voy a
ilustrar en este texto, comenzaré con una analogía, que marca creo yo
claramente a qué me refiero. En el mundo del deporte, más precisamente en el
fútbol, actividad tan usada para hacer paralelismos con la realidad, ocurre
algo particular con respecto a las victorias y derrotas de uno u otro equipo.
En la competencia suelen verse todo tipo de actitudes, tanto dentro como fuera
del campo de juego, todas las energías están puestas en obtener el resultado y
bajo este lema se ven muchas maneras de actuar violentas incluso, entre colegas
detrás de una pelota. No voy a hablar de las tribunas porque es tema para otro
texto. Lo cierto es que una vez finalizado el partido, es común que los ánimos
se calmen, pero sucede que quien sale perdiendo a veces se vuelca a la
protesta, contra los adversarios, los árbitros o quién sea, llegando al extremo
de la violencia. Lo contrario ocurre con el que se lleva la victoria, por lo
general se torna más conciliador, actitud que lo lleva a saludar al resto y
hasta reconocer propios errores, pero más tranquilamente desde la perspectiva
de la victoria.
Ahora bien, en Uruguay un país
con una cultura futbolística tan marcada permítaseme la comparación de lo
anterior con el terreno político. La campaña electoral es tomada muchas veces
como un partido de fútbol, en el que todo vale para ganarle al rival, y mucho
más por ver perder al otro bando al precio que sea. El día de las elecciones se
respira un ambiente similar al de los partidos importantes, los nervios van
aumentando a medida que se acercan los resultados, y ni que hablar de las actitudes
que se ven después en los festejos de la fórmula ganadora. Incluso estos
sucesos alcanzan a las figuras públicas y no solo a los votantes de a pie,
entonces los medios juegan su papel amplificando y buscando réplicas de
innumerables comentarios de uno u otro personaje político, que polarizan aún
más las opiniones, llegando a banalizar las discusiones más importantes.
Entonces, yendo al punto, el “efecto
ganador” (nombre poco creativo que me surgió) también es común en época
electoral. Todos vivimos la extensa y agotadora campaña electoral pasada,
fuimos testigos de las idas y venidas, de las acusaciones cruzadas, las
campañas sucias, y hasta las expresiones de violencia vertidas en diferentes
medios. Y no hablo solo de los movimientos de los de arriba, gobernados por sus
asesores y lo políticamente correcto, sino también de lo visto en redes
sociales, en la calle y en cualquier ámbito donde surgiera la fiebre electoral.
Porque todos hacemos la campaña, somos partícipes de ella y no simplemente espectadores.
Vimos actitudes cuestionables de ambos “bandos”, escuchamos propuestas,
participamos de las discusiones. Fuimos testigos del resurgimiento de muchos
pensamientos que creíamos enterrados, expresiones de odio, nostalgias de épocas
tristes para el país y la democracia; opiniones que estaban silenciadas y ahora
vuelven al sentirse validadas por determinados sectores políticos. Todos
escuchamos poner en duda y tachar de “oportunismo electoral” la enfermedad del
presidente de la república, así como el hallazgo de los restos de Eduardo
Bleier. Observamos un sinfín de comentarios en redes de gente opuesta a la
llamada “agenda de derechos”, a la lucha de las mujeres y otros colectivos,
augurando su derrota y celebrando por adelantado la quita de derechos
conquistados. También, casi sobre el día de las elecciones, presenciamos a un
actor político violando la veda y, apelando a datos inexactos, poniendo al Ejército
Nacional en contra de un partido político, con todo lo que ello implica
conociendo la historia reciente de nuestro país. Luego, e igualmente grave,
fuimos testigos de todo un sector del sistema político silenciado, con miedo a
condenar esos hechos en pos de obtener un rédito electoral. Llegando incluso a
comparar estos hechos con la expresión de algunos colectivos de la ciudadanía
en favor del candidato oficialista, ¿en serio no ven la diferencia? Además,
hubo tiempo para otro fenómeno que va ganando lugar últimamente en los procesos
electorales (quizás impulsado por la situación regional), y es el de poner en
duda el trabajo de los miles de personas que velan para garantizar el desarrollo
de la votación, alegando posible fraude electoral en caso de derrota.
Una vez el resultado estuvo a
la vista, luego de pasados los nervios de la espera, el “efecto ganador” se
hace presente. Los que resultaron “derrotados” se pueblan de autocrítica,
buscando las explicaciones que llevaron a tal situación. El bando “ganador” se
vuelve conciliador, levanta banderas de diálogo, de democracia. Pareciera que
la violencia de la campaña estuvo de un solo lado. Ahora que pasó la veda
electoral aún permanece sin aparecer la condena a los actos lamentables en el
nombre de la campaña, de pronto todo se relativiza, un costado se vuelve moderado
llamando a la calma. Se aboga por la unión, cuando la realidad dicta que el
surgimiento de las alianzas no fue tanto en favor de, sino que fue más bien en
contra de lo que resultó siendo casi el 50% del país. Ambos sectores
contribuyeron de igual manera para la polarización de la sociedad. Y tampoco es
algo del todo malo que las opiniones estén así de divididas, al fin y al cabo,
son maneras de pensar, de entender la realidad, y es normal que suceda.
Pero si bien es cierto que se
intenta ocultar todo esto y hacer la vista gorda al pasado mostrando una
máscara de apertura y diálogo, si uno está atento a los menos avispados se les
empieza a caer la máscara de a poco. Todos vimos en la noche de los festejos
fallidos un ataúd con la leyenda “FA”, y escuchamos los cantos insultantes hacia
el candidato Martínez, así como cualquier comentario de todo tipo bajo las
consignas “se van” o “se les termina el recreo”. Por más que quieran borrar
todo eso con puestas en escena para tapar el ojo a los que poco cuestionan, en
épocas de redes sociales las pruebas están a la vista.
En fin, está bueno reconocer
las cosas malas no solo en el otro, sino también en uno mismo, hacer
autocrítica. Es sano buscar consensos y diálogos por el bien del país, todos
estamos de acuerdo, pero para ello primero hay que abandonar la hipocresía y la
soberbia.
Así como la derrota es buena
consejera, permite ahondar en los errores y corregir el camino; la victoria
también debe serlo, para cuestionarse, analizar los caminos que llevaron a ella,
porque de lo contrario se está condenado indefectiblemente al fracaso.