La vida dista mucho de ser lo que alguna vez imaginé, hace ya un tiempo, en mis horas de juventud.
Camino solitario, llevando de tiro mi vieja bicicleta destartalada, mientras calle arriba, escalo la cuesta de la rutina. La ciudad casi en su totalidad duerme, solo la brisa fresca de las seis de la mañana y algunos pájaros rebuscando comida entre la basura, están allí para darme los buenos días.
Sé que a pesar de la soledad que empieza a iluminarme con la salida del sol, somos muchos los que como hormigas, en silencio de resignación y cansancio, marchamos a trabajar cuando la mayoría del mundo está descansando.
Pero me rehúso a ser uno más, y no por vanidad o simple rebeldía, sino por respeto al joven que fui. A mis veinte tenía más ideales e inquietudes sociales que años en el cuerpo, me fui sumando a toda lucha y reclamo que fuese fruto de la injusticia, y eso me hizo vivir visionando un futuro también de lucha y construcción permanente. Pero con el paso del tiempo las ideas fueron apagándose a causa de las necesidades diarias, la cabeza empezó a andar siempre los mismos caminos, y acabé convertido en lo que siempre temí: un individuo promedio y conformista.
Pero hoy, algo pesa más que de costumbre. Mientras tiro la bicicleta sobre el asfalto aún frío por la madrugada, y me siento con torpeza en el cordón de la vereda, llego a la conclusión de que no fueron suficientes los años de educación para adiestrarme, y aún con casi sesenta inviernos sigo sin amoldarme a este sistema perverso hecho siempre para los demás.
Los años empiezan a pesar, y con ello comienzan a doler los músculos hartos de levantar pesos sin sentido, las articulaciones desgastadas se quejan con cada movimiento, y ya la agilidad quedó atrás, en alguna jornada de explotación laboral. El cuerpo duele, pero mucho más duele la distancia entre lo imaginado y esta realidad innegable.
Estiro mi brazo izquierdo para ver la hora. Las seis y diez. Un perro me mira como incrédulo desde el otro lado de la calle, y de aquí puedo ver algo de compasión en sus ojos. Está viejo, como yo, pero a él no parece importarle. Sólo vivir, después de todo la comida siempre le cae cerca y casi que no tiene que hacer nada para conseguirla, porque a un animal de su edad ya ni se le espera que oficie de guardián.
Es así, ya es tarde para cambiar lo que es, al menos en lo material, porque el único sitio que está a mi alcance para cambiar mi vida y hacer algo más llevaderos los años que me quedan, está más allá del dolor en las rodillas, la dureza de la cintura, y sobre la contractura de mi cuello. Solo con mi mente es posible salir de este laberinto de frustración y auto-traición.
Hoy no seguiré el camino de todos los días, no veré a las barrenderas amontonarse a conversar en la esquina, ni a los guardas corriendo para subirse al ómnibus, no veré mi reflejo al pasar por la gran vidriera de la mueblería del centro, ni tampoco tendré que escuchar los ronquidos de los vecinos mientras esté abriendo el portón del depósito.
Me pongo de pie con la fuerza que no me he visto en años, de un golpe levanto la bicicleta del suelo y vuelvo sobre mis pasos de regreso a casa. Ahora la brisa de la mañana me refresca el rostro mientras me deslizo a toda velocidad por la calle desierta.
Ya lo he decidido: hoy no pienso ir a trabajar.
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