En ocasiones, las palabras se rehúsan a salir sin motivo aparente. Es así que los días pasan, amaneciendo con ganas de escribir, pero sin embargo, las horas se van, luciendo una hoja en blanco sobre el escritorio.
En esos momentos me invade una extraña sensación, una especie de contradicción entre el deseo y las ganas, entre cuerpo y alma.
Hasta que cierto instante, sin forzarlo, tomo asiento en tranquilidad, con un lápiz en la mano, y las palabras empiezan a brotar, moviéndose constantes como hormigas en su camino.
Muchas veces ni siquiera importa el sujeto de redacción, ni el propósito, o la intención; solo es preciso dejar que las oraciones vayan surgiendo, y los renglones quedando atrás, abarrotados de símbolos.
Luego de un espacio atemporal, medido en ensimismamiento mas que en minutos, el tema aparece por si solo, como siendo arrastrado por la inercia del propio movimiento del lápiz sobre el papel. Así sin más, todas las palabras empiezan a referirse a la misma cosa, como si algo las hubiese convencido de ponerse todas de acuerdo; incluso las primeras, aquellas que parecían inocentes de sentido, ahora hablan de lo mismo y encajan.
Ese, para mí, es un momento mágico. Porque la imagen completa comienza a revelarse, se esfuman las incertidumbres, y los caminos sin salida encuentran su destino. Todo esto, va dejando entrever que de a poco estoy llegando al final del experimento. Como hace unos instantes, cuando veía pasar los renglones, las palabras, los símbolos que vinieron a visitar esta noche de otoño.
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