Si fuésemos definidos por las cosas que
hemos perdido, caminaríamos por la vida sabiendo quiénes somos en
realidad. Porque todos hemos perdido algo, algunos incluso antes de nacer.
Perdimos sin saberlo, o plenamente conscientes: dejamos ir.
Creo que el golpe más fuerte a la
identidad es cuando tomamos consciencia de que somos el fruto de las decisiones
de otros; de que en cierto momento no fuimos dueños de nuestra propia
existencia, y eso es un gran agujero negro en la búsqueda de sentido. No
escogimos nacer, ni hacerlo en tal o cual lugar, en determinada familia, no
tuvimos ni la más mínima chance de decidir. En fin: no fuimos responsables de
haber existido.
Entonces ¿por qué se nos exige luego tomar
pleno control y hacer algo con la vida que nos fue impuesta? ¿por qué son
cuestionados aquellos que vagan intentado darle sentido a su existencia, esos
que luchan en busca de respuestas? ¿y por qué razón la sociedad se ensaña
también con quienes están seguros de su identidad y la expresan libremente?
Si no fuimos responsables de esta vida
que nos fue entregada, entonces nadie puede exigirnos nada con respecto a ella.
Sin embargo, el ser conscientes de esto no nos exonera de ninguna manera de
hacernos cargo. Al contrario, reconocerlo nos quita una carga de encima, pero
nos deja con la obligación del futuro, todo lo que hagamos a partir de ahora está
en nuestras manos.
Esto tiene el poder de transformar la
incertidumbre en libertad, porque nos invita a abrazar esta vida que recibimos
sin mérito alguno, e interrogarla hasta en sus más mínimos detalles, no para
entenderla sino para saber cómo moldearla a nuestro antojo.
Y una vez que aceptemos plena
responsabilidad sobre nuestra existencia, sabiendo que nada ni nadie puede
hacer juicios de ella, que somos nosotros quienes tomamos las decisiones, seremos
capaces de recorrer los caminos que creamos necesarios, sin el peso del origen.
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