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Alejarse

  Alejarse de la ciudad de vez en cuando puede resultar un ejercicio positivo. Ayuda a ver las cosas en perspectiva. Sentarse en un lugar apartado, custodiado por las sombras de la noche, y mirar a lo lejos la ciudad dormida como una inmensa maqueta silenciosa. Observar las luces amarillentas, tristes, dibujando las calles con figuras geométricas confusas. Escuchar el sonido apagado de los vehículos solitarios atravesando las esquinas, vacías de gente, pero pobladas de a ratos por el ladrido insistente de los perros.

  Tomando distancia es difícil imaginarse a uno mismo inmerso en esa ciudad, en sus costumbres, verse caminando sus veredas, yendo de aquí para allá; y hasta viviendo. Porque una vez que se contempla desde este punto de vista se desvanece todo papel que interpretemos en ese escenario, distante ahora. Algo así como ver la vida, nuestra propia vida, en tercera persona.

  Todos los problemas o situaciones por resolver, parecen ser absolutamente ajenos a nosotros, como si pertenecieran únicamente a ese lugar al que quizás volveremos en un par de horas. O no.

  Alejarse. En soledad, o con alguien que tenga el poder de alejarnos de nosotros mismos; de aquello que fuimos y hoy somos, pero que nos empuje hacia lo que queremos alcanzar y ser.

  Verse a uno mismo en perspectiva, de eso se trata. Sentarse bajo el cielo estrellado, o con la tormenta amenazante en las espaldas, y comprender de una vez que todas las decisiones necesarias, están en nuestras manos.

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