Mientras las últimas
luces de la tarde se van alejando, el concierto de aves se apaga lentamente
sobre las ramas del laurel. El resto del jardín está en silencio, ya las
pequeñas y difusas sombras de todas las cosas se aglutinan en una sola dando
paso a la sombra mayor: la noche. El ambiente perdió sus vivos colores, esos que
hasta hace unas horas imitaban algún óleo perdido. El gran verde de los pastos
pasó a amarillo teñido por el sol, luego fue cediendo a gris, hasta ser
absorbido por un profundo color negro. Y así con el resto de las cosas: el rojo
ladrillo de la vereda, el amarillo de las flores junto al muro, el violeta del
vino en la copa y hasta el azul en las plumas de algún pájaro. Todo perdió su
color y dio paso a un aire de infinitas posibilidades, porque en la espesa
oscuridad de la noche las cosas pierden hasta su forma, sus propiedades más
absolutas. El mundo material vive en nuestra imaginación, los objetos son
porque los pensamos. A menos que algún intrépido aventurero se atreva a
adentrarse en la oscuridad, con sus brazos extendidos y las manos como antenas
tratando de sincronizar la señal de la materia; hasta toparse con las texturas
propias de cada una de las formas dormidas hasta que nueva luz aparezca. Ir
caminando por lo desconocido, con paso lento y calculado, y de a poco ir
descubriendo figuras, para armar el mapa mental de la escena. Pero nadie se
atrevería a tal aventura en este jardín. Porque ya en la penumbra de la tarde
las sombras se mezclan con los lánguidos sonidos de la naturaleza, esos que a
la luz del día son ruido de fondo, pero en las noches bañan el ambiente con
sonidos oscuros, llenos de misterio. Es cierto que cualquier persona que disfrute
de los espectáculos desplegados a toda hora por la naturaleza, las imágenes
alucinantes o los conciertos que por momentos aturden de esplendor; podría
sentarse en este jardín penumbroso y deleitarse con los sonidos que se
desprenden de algún rincón.
Pero él no. Permanece
sentado, con la espalda encorvada y una copa de vino apretada entre los dedos
de su mano. No es más que otra sombra, inmóvil sobre el pasto frío del jardín. La
vida es aquello que transcurre más allá de los límites de su propia piel. Porque
en ocasiones no somos dignos de apreciar lo maravilloso frente a nuestros
sentidos. La conciencia está tan sumergida en sus propios laberintos que el
afuera es solo un marco. Y la verdadera acción está en la danza de
pensamientos, que se mueven sobresaltados de un lado a otro, regresan, se van,
se entrecruzan, y quedan allí parpadeando una y otra vez. Nadie debería ser
digno de presenciar esa molesta e incesante danza interna. Porque no hay
dignidad en ello. La vida es movimiento, es apreciar lo que sucede frente a
nuestros ojos, es interpretar el mundo y tratar de comprenderlo. La magia está
en disfrutar de lo incomprendido, lo infinito, y todo aquello que nos inspira
libertad y admiración. Desperdiciar los sentidos en lugares vacíos es lo
contrario a vivir.
El Universo merece ser experimentado, en sus colores, sus
aromas, sus infinitas texturas y sus más recónditas melodías. Cada uno de
nosotros es una porción de este Universo, por eso deberíamos experimentar todas
las posibilidades de nuestro cuerpo, ir hasta el límite de nuestros sentidos,
conocernos, atrevernos a recorrer el camino de los sentimientos y sus más
variados paisajes, perdernos allí hasta que parezca que no habrá salida.
Encontrar la salida, o mejor aún, descubrir nuevos caminos escondidos por recorrer.
Estas palabras podrían parecer vacías, frases trilladas y banales, y quizás lo
son. Al fin y al cabo, son solo palabras, breves fragmentos de un lenguaje
creado para comprendernos y ordenar el mundo que nos rodea. Aunque es cierto
que unas simples palabras pueden cambiarlo todo, o ayudarnos a comprender
muchas cosas, no hay palabras que alcancen a definir el Universo.
Cada vida es como un
jardín en la oscuridad de la noche. Allí descansan las figuras conocidas, las
cosas que vemos todos los días, nuestras creencias, el mundo como lo conocemos.
Pero cuando la luz se ausenta, es trabajo de cada uno aceptar que todo sigue
allí. Que a pesar de no poder ver lo que hay delante de nuestros ojos, son
posibles infinitos caminos, múltiples realidades a experimentar con nuestros
sentidos. Confiar en la intuición de aventurarse una vez más, con el cuerpo
como guía, caminar por lo desconocido, con paso lento y calculado, y de a poco
ir descubriendo figuras, para armar el mapa mental de nuestro Universo
personal.
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