“La juventud está perdida” estamos ya hartos de escuchar. “Juventud” es usado como un término casi abstracto, esbozado con desdén por todo aquel que quiera desligarse de cualquier comportamiento social que considera negativo.
Es algo notorio que cuando se necesita quedar bien, emanar frescura como político o persona pública, es fácil apuntar a imitar comportamientos asociados a los más jóvenes o hasta incluso utilizar lenguaje propio de ellos para generar simpatía. Patéticas demostraciones de esto suelen verse. Pero después, ante el más mínimo problema que ponga en reflexión a la sociedad, es más fácil aún apuntar a los jóvenes como culpables, señalar su inexperiencia y rebeldía, su aparente falta de empatía con la sociedad a la cual luchan día a día por entender para adaptarse. Sucede también que como los jóvenes rara vez son escuchados u ocupan lugares públicos donde puedan hacer notar y pesar su opinión, aquel que blande el dedo acusador hacia ellos se asegura no tener contrapartida, ganando además simpatía con los sectores más conservadores, quienes en general hacen uso desmedido de la expresión mencionada al comienzo.
La juventud es la porción de la sociedad encargada de ir forjando los cambios que serán necesarios para sí mismos como los adultos del futuro. Cambios de pensamiento que se van gestando paulatinamente, con el devenir de los años en el contacto con sus pares, con sus crisis y limitaciones, y muchas veces en oposición con los adultos. En general desde este último grupo, se mira esta oposición con negatividad. Pero, en lo personal, creo que es fundamental para que una sociedad se mueva, no se pueden congelar las ideas o las formas de ver las cosas. Es necesaria esta oposición de valores para que los mismos no se vuelvan estáticos y atemporales. Sin embargo la juventud generalmente es usada como depósito de malos comportamientos. Todo aquello que se asocia a lo peor de la sociedad, los comportamientos no deseados, se suelen asociar a los más jóvenes.
En los últimos años, he sido testigo de una suerte de empoderamiento de la juventud. No puedo evitar compararlo con mi época de adolescencia, reconocer la distancia en tantos sentidos que nos separan a los jóvenes de antes con los de ahora. Me sorprende gratamente la madurez y posición reflexiva que se ve cada vez más, su forma de mirar los temas de todos los días. Poseen una apertura mental muchas veces envidiable. Se embanderan con cuestiones que consideran justas y salen a la calle a defenderlas. No tengo dudas de que este tipo de actitudes hacen crecer la preocupación de aquellas elites que se mantienen en el poder desde hace tiempo, en parte gracias a la pasividad del resto de la sociedad. Parece que no sirve una juventud reflexiva, dispuesta a cuestionarlo y cambiarlo todo cuanto sea necesario.
Es mejor que sigan triunfando esos silenciosos ciudadanos de bien enamorados del juego de quejarse superficialmente, pero después seguir apoyando con su vida el mismo sistema del cual no están conformes.
Este contexto de pandemia no ha sido la excepción a varias de las cuestiones que mencioné antes. He visto jóvenes saliendo a la calle a defender sus causas y las de los demás. Y también he visto a grandes sectores culpando a la juventud de la situación una vez que esta se agrava. Con esta generalización se olvidan de tantos jóvenes que día a día aportan su trabajo para el bienestar de todos: científicos, personal de salud, docentes y tantos otros que sería imposible nombrar. Por alguna razón con su ojo selectivo no ven la cantidad de “adultos” incumpliendo medidas sanitarias, o no sabiendo aplicar aún las más básicas. Haría falta sólo mirar los números de personas cursando la enfermedad y analizar el porcentaje relativo correspondiente a las diferentes edades, y ahí sabrían a ciencia cierta si los jóvenes son el problema y sus prejuicios son confirmados en los hechos.
Pero no. Siempre será más fácil barrer las culpas bajo la alfombra y a otra cosa, que la rueda debe seguir girando.
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