La espuma resbala lentamente por su antebrazo, hasta llegar deslizándose a la palma de la mano. La otra, que sostiene la esponja, dibuja círculos imaginarios sobre la superficie de un plato, mientras el agua tibia se va escabullendo entre las cosas hasta perderse por el desagüe de la pileta. A sus espaldas, el sonido sedante de las burbujas naciendo y muriendo en una danza de micro explosiones, moviéndose entre las paredes circulares de la olla hirviendo sobre el fuego azul. Levanta la mirada hacia el reloj, donde las agujas se han acomodado para marcar las once de la noche. Luego de terminar con el último resto de vajilla sucia, seca sus manos y gira el cuerpo para apagar la hornalla.
Al otro lado de la barra de madera que protege el frente de la mesada dejando una gran ventana rectangular, se encuentra el living penumbroso. Y en el silencio de la pieza, manchada con restos de luz que escapan de la cocina, alguien duerme estirado sobre el sillón. Su respiración suave dibuja un sonido apacible y periódico, que empujado por el aire saliendo de la nariz, viaja por la casa hasta las pausas intercaladas con golpes de vajilla sobre la pileta de la cocina.
Desde el borde de la mesada, y con aire de artista va sirviendo la comida sobre su lienzo de loza blanca. Dos platos, dos pinturas similarmente distribuidas, los colores resaltados con elegancia, las proporciones cuidadas con exactitud de pintor experimentado. Estira su brazo para bajar desde un estante a la altura de su frente, una botella de vino. Luego de servir dos copas y colocar toda su obra sobre una bandeja, emprende el viaje hacia las sombras del living. Con paciencia se toma todo el tiempo del mundo para acomodar cada una de las cosas, los platos, los cubiertos y las copas de vino sobre la mesa. Es como si el tiempo se hubiera detenido para que el artista terminase su obra con precisión antes de exhibirla al público. Cuando todo está preparado, enciende la luz, y con un cariñoso roce de su mano izquierda sobre el hombro, lo despierta. El otro, algo sorprendido por su repentina incorporación forzada al mundo, termina por despertar al ver dibujada frente suyo una tierna sonrisa de satisfacción, que lo interpela sin palabras, como expectante. No tarda mucho en notar la mesa servida, y al otro lado el artista orgulloso acomodando su cuerpo mientras se sienta sobre un almohadón. Por varios segundos, quizás minutos, las palabras son innecesarias. Tantas cosas flotan ahora implícitas en este simple y mágico acto cotidiano. Después de un par de risas y miradas, la cena comienza.
Desde el borde de la mesada, y con aire de artista va sirviendo la comida sobre su lienzo de loza blanca. Dos platos, dos pinturas similarmente distribuidas, los colores resaltados con elegancia, las proporciones cuidadas con exactitud de pintor experimentado. Estira su brazo para bajar desde un estante a la altura de su frente, una botella de vino. Luego de servir dos copas y colocar toda su obra sobre una bandeja, emprende el viaje hacia las sombras del living. Con paciencia se toma todo el tiempo del mundo para acomodar cada una de las cosas, los platos, los cubiertos y las copas de vino sobre la mesa. Es como si el tiempo se hubiera detenido para que el artista terminase su obra con precisión antes de exhibirla al público. Cuando todo está preparado, enciende la luz, y con un cariñoso roce de su mano izquierda sobre el hombro, lo despierta. El otro, algo sorprendido por su repentina incorporación forzada al mundo, termina por despertar al ver dibujada frente suyo una tierna sonrisa de satisfacción, que lo interpela sin palabras, como expectante. No tarda mucho en notar la mesa servida, y al otro lado el artista orgulloso acomodando su cuerpo mientras se sienta sobre un almohadón. Por varios segundos, quizás minutos, las palabras son innecesarias. Tantas cosas flotan ahora implícitas en este simple y mágico acto cotidiano. Después de un par de risas y miradas, la cena comienza.
Ya casi no quedaba comida en los platos, como si se hubiesen empeñado en desgarrar en pedazos la obra del artista, cuando al mover torpemente la mano para alcanzar una servilleta, un golpe sutil arroja una copa al suelo. El cristal flota unos segundos, agitando los restos de vino por el aire, hasta que golpea el suelo con un ruido agudo. Este estruendo atraviesa el sueño y lo hace pedazos, logrando que despierte sobresaltado, y vea, con los ojos firmemente abiertos, el vaso quebrado junto a la mesa. La manta que segundos antes resbaló del sillón arrojando el vaso al suelo, ahora bordea la mesa donde descansa la caja aceitosa con los restos fríos de una pizza.
En una cena de verdad no puede faltar la droga. Como el vino, por ejemplo. Tinto si es posible.
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